La descentralización no puede reducirse a una batalla fiscal. Implica planear desde el territorio y no basta con transferencias automáticas.
La Ley Orgánica de Competencias, aprobada en 2022, abrió una puerta largamente esperada: la posibilidad de redefinir el rol del Estado en los territorios y superar un modelo excesivamente centralista. Pero su implementación efectiva no depende sólo de buenas intenciones, sino de la calidad de las leyes reglamentarias y de los instrumentos técnicos que se adopten. El verdadero cambio no será quién ejecuta los recursos, sino cómo y desde dónde se toman las decisiones que marcan el rumbo del desarrollo regional.
Hoy, Colombia sigue atrapada en una estructura fiscal desequilibrada. Cerca del 85% del recaudo tributario corresponde a impuestos nacionales como renta, IVA y consumo, mientras que los departamentos y municipios manejan entre el 12% y el 15%, a través de figuras locales como el predial, el ICA o el impuesto a los vehículos.
Hace 30 años el Estado transfería casi el 50% de sus ingresos a las regiones a través del Sistema General de Participaciones. Hoy esa cifra es menos del 25%. Esto demuestra que la descentralización no ha sido simétrica ni estratégica: los territorios reciben responsabilidades, pero no siempre con los medios ni las capacidades necesarias.
Incluso Bogotá, con todo su poder institucional, ha sido crítica del centralismo. Varios alcaldes han reclamado que muchas de las decisiones importantes que afectan a la ciudad -en seguridad, justicia, infraestructura o política criminal- siguen en manos del Gobierno Nacional. La mayoría de ciudades y regiones enfrentan problemas específicos con herramientas genéricas. Las decisiones, en muchos casos, siguen girando en torno a ministerios o cortes que ven el país desde lejos, sin contexto ni urgencia.
El país necesita avanzar hacia una descentralización que acerque el Estado al ciudadano. Una descentralización real implica planear desde el territorio, con una visión de largo plazo, y con herramientas para actuar. No basta con transferencias automáticas: hay que fortalecer las capacidades técnicas de los gobiernos locales, asegurar mecanismos de planeación territorial modernos y eliminar las barreras que impiden hacer grandes proyectos transformadores desde las regiones.
Esto no significa romper el Estado, sino modernizarlo. Un modelo híbrido -en el que el gobierno central acompañe a los territorios como estructurador y garante- puede ser la clave. Los fondos de compensación regional, con reglas claras y metas de largo plazo, podrían convertirse en plataformas de gobernanza compartida entre la Nación, las gobernaciones, los alcaldes y la sociedad civil. No se trata de girar cheques a ciegas, sino de construir confianza, capacidades y visión común.
La descentralización no puede reducirse a una batalla fiscal. El verdadero cambio ocurre cuando las decisiones se toman cerca de las personas a las que afectan.
Un Estado menos presidencialista, más distribuido, con mejores controles y más diálogo, es una necesidad democrática. Las regiones no están pidiendo más plata. Están exigiendo tener la capacidad y los medios para diseñar, decidir y transformar desde sus realidades.
El centro del país debe dejar de temer a esa voz diversa. Escucharla puede ser la clave para construir un país más equitativo, más gobernable y, sobre todo, más viable.
JAIME PUMAREJO HEINS
Información extraída de: https://www.portafolio.co/opinion/editorial/decidir-desde-el-territorio-editorial-641206



