Emergencias papel, crisis real

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La Constitución fue clara cuando creó la figura de la emergencia económica: debía reservarse para hechos sobrevinientes, imprevisibles y de gravedad extrema. No fue concebida como un atajo para corregir errores de gestión ni para reemplazar el debate democrático cuando el Ejecutivo decide gastar más de lo que recauda.

Por eso resulta tan grave el anuncio del Gobierno de decretar una nueva emergencia económica. No se trata únicamente de la legalidad, que, a la luz de los precedentes, es altamente cuestionable, sino del mensaje institucional que se envía a los mercados, a los inversionistas y al mundo: que las reglas pueden doblarse cuando la realidad fiscal contradice el discurso político.

Nada de lo que hoy enfrenta el país es imprevisible. Este Gobierno hizo una reforma tributaria más ambiciosa. Ha administrado los presupuestos ampliamente más altos de la historia. Ha contado, además, con un entorno internacional favorable: un dólar más bajo, mejores condiciones externas durante buena parte de su mandato y acceso pleno a los mercados. No hubo pandemia, no hubo colapso financiero global. Hubo advertencias. Muchas. Las alertas vinieron de todos los frentes: la banca, calificadoras de riesgo, la academia, gremios, analistas independientes e incluso ministros de Hacienda de este mismo gobierno que prefirieron irse antes que firmar una negación sistemática de la aritmética fiscal. Se advirtió que el gasto crecía sin respaldo, que no existía un plan serio de austeridad, que se debilitaban los ingresos estructurales, especialmente por la caída en la producción de petróleo y gas, y que la suspensión de la regla fiscal tendría consecuencias. Todo fue ignorado.

El resultado es el que hoy se pretende maquillar con un decreto de emergencia: un Estado que gasta de manera persistente más de lo que tiene.

Lo más delicado es lo que viene después. Porque este decreto probablemente se caerá, como ya ha ocurrido con otras emergencias mal fundamentadas. Y cuando eso ocurra, el país no volverá a la normalidad: entrará en meses de incertidumbre, con un Gobierno enfrentado a tribunales, desafiando sus decisiones y sin un plan alternativo creíble para cerrar el hueco fiscal.

Ahí es donde el riesgo se vuelve sistémico. Un Ejecutivo que ha relativizado la importancia de las reglas fiscales y que, llegado el caso, podría insinuar -o amenazar- con no honrar plenamente las obligaciones de la Nación, cruzaría una línea histórica. Romper ese principio sería inaugurar una crisis fiscal, social y económica sin precedentes y una pérdida de credibilidad internacional que tomaría décadas reparar. En el mejor sentido macondiano, estamos ante la crónica de una crisis anunciada, que puede leerse en noticias y en los editoriales de este diario durante los últimos años. La emergencia no es la causa de la crisis: es apenas el síntoma visible de una enfermedad que se dejó crecer, a pesar de que todos los expertos advirtieron sobre sus consecuencias.

Hoy Colombia está ante una encrucijada. El carruaje que nos lleva a todos parece conducido por alguien que acelera convencido de que, a fuerza de voluntad política, logrará cruzar el abismo que se abre delante.

No se trata de un desacierto más. Aquí no está en juego una reforma puntual ni una coyuntura política: está en juego la estabilidad económica del país, el empleo, los ahorros y el futuro de todos. Corregir el rumbo es urgente. Persistir, en cambio, sería empujar al país hacia una crisis que sí sería real, profunda y evitable.
JAIME PUMAREJO HEINS
Información extraída de: https://www.portafolio.co/opinion/editorial/emergencias-papel-crisis-real-485068
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