El Presupuesto aprobado por el Congreso para el 2026 no es una herramienta de transformación, sino un instrumento de supervivencia política.
En la antesala del año electoral, y al igual que en el polémico trámite de la reforma pensional -cuando el Senado acogió sin discusión el texto aprobado por la Cámara-, el Congreso dio luz verde al Presupuesto General de la Nación para 2026 por $546,9 billones, evitando la conciliación y dejando intacta la propuesta del Ministerio de Hacienda.
Aunque el Gobierno Nacional lo celebró como un triunfo del diálogo institucional, hay poco que festejar. El proceso y el contenido del Presupuesto revelan una preocupante falta de rigor técnico, débil planeación fiscal y peligrosa complacencia política en vísperas de las elecciones presidenciales y legislativas.
Aunque el gasto público crecerá 5,3% respecto a 2025, más del 80% se destinará a funcionamiento y servicio de deuda, dejando apenas $88,4 billones para inversión. Esta estructura no solo perpetúa la rigidez del gasto, sino que confirma la incapacidad del Estado para transformar recursos en desarrollo.
El presupuesto aprobado no responde a las urgencias sociales ni a las brechas regionales, y mucho menos busca aliviar la crisis estructural del sistema de salud, que sigue sin recursos para cubrir un hueco financiero descomunal.
La aprobación exprés del proyecto, sin modificaciones ni debate profundo, ratifica el talante de una administración que impone en lugar de deliberar, amparada en acuerdos políticos que marginan a quienes buscan contener la expansión de la maquinaria burocrática.
Muestra de ello es la asignación de $289.000 millones adicionales al Departamento Administrativo de la Presidencia, lo que, en lenguaje llano, equivale a una nueva dosis de “mermelada” para aceitar las maquinarias electorales de 2026.
La eliminación de propuestas como el “candado” para limitar nuevos créditos por $16 billones, y el incremento de partidas para entidades del Ejecutivo sin objetivos verificables, son señales de una gestión presupuestal opaca y poco responsable, atada a una reforma tributaria por $16 billones que no tiene ambiente político. Si fracasa, el Gobierno deberá aplazar recursos o seguir empeñando al país.
Hay que decirlo sin rodeos: mientras miles de personas mueren por falta de medicamentos o sigue el auge de órdenes de prestación de servicios en las entidades públicas, esta estrategia, lejos de ser sostenible, agrava la crisis de caja y pone en riesgo la ejecución de programas sociales esenciales en salud, educación e infraestructura.
El Presupuesto General de la Nación sigue desfinanciado en más de $40 billones, y el valor aprobado no incluyó ningún esfuerzo de austeridad. El endeudamiento del Gobierno Central, que supera los $100 billones anuales, amenaza la sostenibilidad fiscal. La dependencia del crédito externo e interno para cubrir gastos corrientes reduce el margen de maniobra ante choques económicos y compromete la autonomía fiscal del país.
En otras palabras, el presupuesto aprobado no es una herramienta de transformación, sino un instrumento de supervivencia política.
Este hecho no es una victoria institucional, sino una advertencia. La estabilidad fiscal no se decreta, se construye con responsabilidad, transparencia y visión de largo plazo. En un año electoral, el país necesita menos propaganda y más política pública seria, que garantice que cada peso invertido se traduzca en bienestar, equidad y desarrollo sostenible.
Información extraída de: https://www.portafolio.co/opinion/editorial/espejismo-fiscal-editorial-642362



