A Colombia se le ha olvidado que sin empresas que arriesguen capital, no hay crecimiento, ni Estado, ni bienestar.
La economía es, ante todo, una red de confianza. Empieza cuando una persona, en vez de gastarse todo su ingreso, decide ahorrar y recibir rendimientos por ese esfuerzo.
Ese ahorro, sumado al de millones más, llega al sistema financiero y de allí se transforma en crédito para empresas, emprendimientos e inversión pública y privada.
En ese punto arranca la rueda del crecimiento: alguien toma un riesgo, monta un negocio, contrata empleados, vende un producto o servicio y genera valor.
Con ese valor se pagan sueldos, se consume, se reinvierte y se pagan impuestos que alimentan al Estado. Todo parece básico.
De primer semestre de universidad. Pero a Colombia se le ha olvidado. El debate económico actual, dominado por el populismo y la sospecha ideológica, ignora estas verdades fundamentales. Se estigmatiza al que invierte, al que genera empleo, al que busca rentabilidad.
Se habla como si la riqueza surgiera espontáneamente, como si bastara con decretarla para que existiera y para que surgiera. Y cuando eso ocurre, no solo se debilita la inversión, sino que también se pone en jaque la sostenibilidad del Estado mismo.
Recordemos de dónde salen los impuestos: los ingresos tributarios de la Nación vienen en su gran mayoría del sector privado, especialmente de empresas formales.
No de la minería ilegal, ni del contrabando, ni de las ideas mágicas. Vienen de empresarios, grandes, medianos y pequeños, que toman riesgos y, muchas veces, pierden en ese propósito.
Que luchan contra la inseguridad jurídica, la inestabilidad fiscal y la tramitomanía. Y que, a pesar de todo, siguen creando empleo y sosteniendo buena parte del tejido social. En vez de agradecerles, los ponemos en la mira.
El inversionista que monta una planta, trae capital y genera empleos termina bajo sospecha. El exportador que compite con Asia recibe más trabas que estímulos. El emprendedor que levanta capital en el extranjero es tildado de oportunista. Y mientras tanto, los discursos oficiales celebran el estatismo como eje central (cosa que ha fracasado en todas las naciones que lo han implementado) y las soluciones por decreto.
Así no se construye un país. El desarrollo económico no es un favor que hace el Estado. Es el resultado de miles de decisiones privadas que apuestan por el futuro y que necesitan reglas claras, instituciones serias y un entorno competitivo. Sin inversión privada no hay empleo digno, ni recaudo suficiente, ni plata para salud, educación o transición energética. Lo entendieron países como Corea del Sur, Finlandia o Irlanda: sin empresarios no hay impuestos; sin impuestos no hay Estado; sin Estado no hay bienestar. Incluso los países nórdicos, tan admirados por algunos sectores, sustentan su modelo social en economías vibrantes, con empresas fuertes y mercados abiertos.
En Colombia, en cambio, se promueve la desconfianza. Se cambian las reglas de juego cada año. Se penaliza al que tiene éxito. Y se olvida que el progreso solo se construye con inversión, productividad y confianza mutua.
Es hora de volver a lo básico: sin ahorro, sin inversión, sin generación de riqueza, no hay futuro. Y ese futuro no lo garantiza un gobierno, sino que lo construye una sociedad que cree en sí misma, que arriesga, que trabaja y que innova.
JAIME PUMAREJO HEINS
Información extraída de: https://www.portafolio.co/opinion/editorial/la-economia-no-funciona-por-decreto-483273



