Mínimo análisis

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Cuando el salario mínimo se fija pensando en el aplauso, el resultado no es justicia social.

En Colombia se libra uno de los debates económicos más relevantes de los últimos años: cuál debe ser el aumento del salario mínimo para 2026.

La negociación cerró sin consenso y ahora la decisión final quedará en manos del Gobierno, abriendo la posibilidad de que el incremento sea fijado nuevamente por decreto. Las cifras sobre la mesa ilustran la profundidad del desencuentro.

Los gremios empresariales propusieron un aumento del 7,21%, basado en inflación y productividad esperada, mientras las centrales obreras exigieron un incremento del 16%, muy por encima de los fundamentos técnicos que usualmente orientan estas decisiones.

Si por decreto el salario mínimo se eleva de manera sustancial sin un respaldo en la productividad real, se corre el riesgo de que el aumento se traduzca en presiones inflacionarias adicionales y mayores costos laborales para las empresas, especialmente las pymes, que generan buena parte del empleo formal en el país. Debemos recordar que el salario mínimo no actúa en el vacío.
Cada punto porcentual de aumento, si no está acompañado por un crecimiento de productividad, no solo encarece la nómina empresarial, sino que también presiona los precios al consumidor y reduce la competitividad de sectores ya golpeados por la coyuntura internacional y la desaceleración del crecimiento.

En condiciones así, la informalidad tiende a crecer, porque las empresas que no pueden soportar mayores costos laborales optan por reducir puestos formales o cerrar operaciones, empujando a más trabajadores a empleos precarios fuera de la protección social formal.

La evidencia técnica del Banco de la República y de otros centros de análisis macroeconómico ha subrayado que los aumentos desmedidos del salario mínimo tendrán efectos negativos en la inflación, especialmente cuando se producen en contextos de desaceleración o estancamiento productivo.

Por supuesto, este no es un llamado a ignorar la realidad económica de los hogares que ganan el mínimo. Proteger el poder adquisitivo y mejorar la calidad de vida de los trabajadores debe ser una prioridad. Pero proteger no es lo mismo que decretar incrementos que no se sostienen en fundamentos estructurales.

La pobreza no se elimina por decreto, se combate con crecimiento económico, empleo formal y productividad creciente. Aquí yace la gran paradoja de la política actual: un incremento que no está ligado a aumentos de productividad corre el riesgo de beneficiar a quienes ya están formalmente empleados, pero dejar de lado a quienes hoy no logran entrar al mercado formal.

La política pública debe ser inclusiva para todos los colombianos, no solo para los que ya están dentro del sistema formal. El debate debe ampliarse: la discusión debe centrarse en cómo generar más y mejor empleo, cómo apoyar a empresas para aumentar su productividad, y cómo atraer inversión que permita crecer la torta económica de la que todos pueden beneficiarse.

Fijar el salario mínimo sin un anclaje sólido en la competitividad suena bien en términos políticos de corto plazo, pero es una receta para intensificar la incertidumbre económica, presiones sobre precios y menor creación de empleo formal.

Si la política pública realmente busca un salto cualitativo para Colombia, debe priorizar crecimiento, empleo formal y condiciones para que las empresas prosperen y paguen mejores salarios, en vez de apostar por recetas simplistas que, al final, generan más tensión social y menos prosperidad económica.
JAIME PUMAREJO HEINS

Información extraída de: https://www.portafolio.co/opinion/editorial/minimo-analisis-484826

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