La reforma constitucional a las transferencias no ha resuelto los temores fiscales, de capacidades y generación de ingresos locales.
No cesan los llamados de advertencia en torno al acto legislativo que reforma el Sistema General de Participaciones (SGP) y amplía las transferencias de los ingresos corrientes de la Nación a municipios y departamentos. Centros de pensamiento económico como Fedesarrollo y Anif, el Comité Autónomo de la Regla Fiscal, investigadores del Banco de la República, calificadoras de riesgo, gremios de la producción y una treintena de exministros y ex viceministros de Hacienda alertan sobre graves efectos fiscales.
La iniciativa ya ha superado siete de los ocho debates reglamentarios y cuenta con el apoyo del gobierno Petro, en especial del ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, de los gobernadores y alcaldes, y de la mayoría de los congresistas. El articulado propone el aumento de las transferencias del 23,8% de los ingresos corrientes de la Nación al 39,5% por doce años. Después de su aprobación, el Ejecutivo se compromete a tramitar en un año una ley de competencias que establecería las responsabilidades y obligaciones que asumirían los entes territoriales.
Si bien lo más probable es que esta coalición política variopinta logre este cambio constitucional, el articulado, a tan solo un debate de su aprobación, no ha logrado resolver satisfactoriamente los distintos temores que ha despertado. El primero es el fiscal. La situación actual de las finanzas públicas literalmente no soportarían el aumento en los gastos del Gobierno que implicaría la implementación de esta reforma.
De acuerdo al ministerio de Hacienda, el salto en proporción del PIB sería de 5,7% a 6,8%. No obstante, los analistas proyectan crecimientos mayores, con impactos en el déficit fiscal. Según una investigación del Banrepública, de aprobarse el acto legislativo y sin una reducción equivalente del gasto público vía las competencias, las transferencias llegarían al 7% del PIB, la deuda pública alcanzaría 65% y podría costar una caída del PIB de 10% y 30% de menor inversión.
El ministro Cristo ha planteado el impulso a este acto legislativo como un pulso entre las regiones necesitadas de recursos y autonomía, y unos tecnócratas ‘centralizadores’ desde oficinas en Bogotá. Esa caricatura ya demostró su utilidad política, pero, lamentablemente, simplifica la necesaria y urgente discusión nacional sobre el camino de la descentralización en el país. Los temores alrededor de las consecuencias fiscales de la reforma que los técnicos han identificado son reales y hacen parte de una preocupación genuina por el futuro de las finanzas públicas. Otro temor es el de las competencias y la ausencia de las capacidades institucionales de las entidades territoriales para asumir esas nuevas responsabilidades.
El gobierno Petro ha decidido primero definir el aumento de los recursos y, en segundo lugar, establecer las obligaciones. Sin estas claridades, los territorios pueden terminar con más dinero, pero con cargas excesivas, o, lo que es peor, susceptibles al desperdicio o la corrupción. Más allá de lo financiero, en el corazón de la descentralización está qué responsabilidades se transfiere y cómo, bajo qué criterios y cómo se reduce equivalentemente esa función en el gobierno central.
Por último, se está perdiendo la oportunidad para estimular los músculos regionales para la generación de ingresos propios que disminuyan la dependencia de las arcas del Gobierno Nacional. No se trata de negar necesidades regionales de recursos para proveer servicios sociales básicos, sino de marcar una senda de descentralización con sostenibilidad fiscal.
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